jueves, 1 de enero de 2009

Cristo Va...Cristo Viene.. La Puerta (Quinta y Ultima Parte)


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Comenzaron los primeros calores de mayo y Celestino se preparaba para comenzar sus tareas en las viñas, cuando subieron la cuesta vio a dos tricornios. Una vez llegados, apoyaron las culatas de sus fusiles en el suelo polvoriento, y secándose el sudor de su frente, el que era oficial preguntó: ."¿Celestino?"- . El interpelado asintió con la cabeza, semiparalizado por el terror. -"Pues hay una denuncia contra ti por el robo de una puerta, que me supongo será esa"-, dijo al punto que la señalaba. Celestino quiso balbucear algo que resulto ininteligible. -"Pues el propietario y denunciante"-, prosiguió el uniformado -"en un acto de compasión y generosidad está dispuesto a retirar la denuncia si le instalas la puerta en el mismo lugar de donde la has quitado, lo cual evitará que pares son tus huesos en el calabozo"-. Celestino quedó unos segundos en silencio tratando que su pensamiento pudiese volver a fluir; pero comprendiendo que las cartas estaban todas a la vista atinó a decir: -"Bien, ya la llevaré"-. -"¡Ahora mismo!"- grito con enfado el oficial. Y ahí, toma el mazo y comienza a golpear los nuevos y fuertes goznes. Cada golpe pega en lo profundo de su alma. Con intensisimo dolor y perplejidad castiga a su amada pero se sacrifica junto a ella. Una vez quitada, comienza el triste calvario. Carga la puerta, y las llagas de los hombros que aún no han cicatrizado, vuelven a abrirse; hilos de sangre van deslizándose por su espalda. Paso a paso, bajo el refulgente sol avanza con su pesada cruz atravesando el cerro Corona. Observando la curiosa escena, alguno vecinos que acertaron a pasar se mofaron diciendo: -"¡Miren!, ¡Cristo va, Cristo viene!"- que será el mote que le acompañará hasta su muerte en los corrillos de los bares y en las reuniones de mujeres en los lavaderos públicos. Y Celestino cae una, dos, tres veces. Alguien a quien no llega a reconocer porque su vista está nublada por el sol, el sudor y el agotamiento le acerca piadosamente a los labios una bota de vino avinagrado. Y continúa la marcha custodiado por los dos impasibles pretores, que a veces lo azuzan con la punta de sus bayonetas; una incluso le abre una pequeña herida en el costado. Camina como ebrio, invadido por la vergüenza, la angustia y el dolor. El rostro de Nora se le aparece como un fantasma tenue, difuso, elevado, distante, y bajo el peso real, rotundo y concreto de la puerta, comprende que una vez más en su vida, ha perdido, lo que nunca fue suyo.


Para Ute Cröner

Mecina, 10 de Mayo, 2003


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